Francisco
de Asís y su mensaje
XV
El hombre imagen de Dios y de Cristo
3º La
enfermedad y la muerte. La muerte responde al ser natural del hombre. Con
ella termina biológicamente la vida y, a la vez, su ser individual y relación
social. Pero casi todas las culturas muestran el deseo de inmortalidad que
anida en la humanidad. Ésta rompe el impulso instintivo que tienen los
animales, obedeciendo a su código genético: nacer, crecer, reproducirse y
morir. Cuando la teología afronta el mayor misterio de la naturaleza, indica
que es algo extraño a la criatura creada por Dios, y Dios interviene, no sólo
para rehacer la naturaleza contingente y finita, sino también para superar las
condiciones que la provocan: el mal y el pecado. Y Dios lo hace asumiendo la
vida humana por la encarnación de su Hijo, que muere como toda criatura. Y
vence a la muerte al ser resucitado por Dios, como primicia de todos los que
creen en él.
La muerte tiene sus
precedentes en la enfermedad; con ella los hombres experimentan la presencia
anticipada del fin de la vida y la labilidad de la naturaleza, tanto física,
como psíquica y espiritual. Francisco sufre la enfermedad desde el principio de
su vida: es un ser naturalmente débil (cf. LP 2.76); su existencia está surcada
por enfermedades de todo tipo (cf. 1Cel 3.52.105 TC 6; LP 37). Y comprende la
maldad de la enfermedad en los leprosos, porque forman la imagen de la muerte
en la sociedad. De ahí su rechazo (cf. Test 2; 2Cel 9). Francisco une su
sufrimiento a Jesús crucificado; aquí encuentra su sentido, tanto en su
referencia al amor, como a la maldad humana (cf. 1Cel 71; LM 9,3; 2Cel 10.210;
TC 14). Lucha contra la enfermedad y la muerte con dos perspectivas que
aparecen en los Evangelios: cuidar a los enfermos para que recuperen la salud y
ofrecer, a la vez, modelos para el sufrimiento, y la fe en una creación que, por
salir de las manos de Dios, está bien hecha, y no tiene por qué estropearla ni
la enfermedad ni la muerte.
En la primera Regla
escribe: «Si alguno de los hermanos cayere en enfermedad, dondequiera que
estuviere, los otros hermanos no lo abandonen, sino que se designe a uno de los
hermanos o más, si fuere necesario, que le sirvan, como querrían ellos ser
servidos» (RegNB 10,1; cf. RegB 6,9). Y la única causa que establece para poder
usar dinero es para cuidar a los enfermos (RegNB 8,3.7), aunque, más tarde, en
la Regla Bulada son los bienhechores los que corren con los gastos originados
por ellos (cf. RegB 4,2). Y manda que los hermanos vayan a cuidar a los
leprosos (cf RegNB 8,10; 9,2; 1Cel 39) —es la primera prueba de su seguimiento
de Jesús (cf. 1Cel 17)—, ya que ellos, como todo enfermo, representan a Cristo
(cf. 2Cel 85; LM 1,6; 8,5). Junto a esto, Francisco da unas pautas de
comportamiento que responden a la experiencia de Jesús: el dolor debe alojarse
en el amor, y el amor es el que capacita al enfermo para vivir la enfermedad
con paciencia y serenidad. No hay razón para turbarse (cf. RegNB 10,4), pues la
vida no termina; y la muerte, en la que tantas veces desemboca la enfermedad,
es un paso al encuentro definitivo con Dios, encuentro que se inicia en esta
existencia, siendo el dolor una experiencia que intensifica su presencia si se
une a los dolores de Jesús en el calvario (cf. Adm 5-6; RegB 10,9; LP 83).
La segunda
perspectiva proviene de su experiencia de fe en el Creador que impregna de su
bondad a la creación y a la vida humana. Francisco sufre un ataque de tracoma y
se retira al convento de San Damián, donde está Clara de Asís con sus hermanas
(cf. 1Cel 98). Era tal el dolor y la molestia, que ni soporta la luz del día ni
la del fuego por la noche. Lo ocultan en una celda oscura, aislado, donde sufre
fuertes dolores, además de la presencia, por el olor de la sangre de las
llagas, de «tantos ratones en la casa y en la celdilla donde yace que con sus
correrías encima de él y a su derredor no le dejan dormir» (LP 83). Cuando la
naturaleza se le vuelve en contra y sus hermanos brillan por su ausencia,
destruida su naturaleza y solo, Francisco «se centró, se concentró un momento y
empezó a decir: Altísimo, Omnipotente, y buen Señor [...] Loado seas, mi Señor,
con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano Sol, el cual es día y
alúmbrasnos por él [...] Loado seas, mi Señor, por el hermano Fuego, por el
cual iluminas la noche, y él es bello y jocundo y robusto y fuerte» (Ibíd.;
Cántico 1.3.8). Francisco revalida su fe en el Creador, como Jesús cuando está
en la cruz y pone su vida en las manos de Dios (cf. Lc 23,46). Aunque la
naturaleza le golpee con tanta fuerza, no le hace perder la fe en Aquél que la
ha creado buena y bella; no porque personalmente sienta el mal, abjura del bien
que lo impregna todo. Y lo mismo le sucede con la muerte. Porque la naturaleza
cierre su ciclo biológico y muera, no por eso está mal confeccionada; así ha
salido de las manos de Dios; por eso sigue cantando: «Loado seas, mi Señor, por
nuestra hermana la Muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede
escapar» (Ibíd., 12; cf. 2 Cel 217; LP 100). Llamar a la muerte hermana no
procede de que ella posibilita el tránsito a la eternidad de Dios, que también,
sino de aceptar al hombre como es: una criatura que está creada a imagen y
semejanza de Dios y gracias a que Jesús es su hermano, es, además y sobre todo,
hija de Dios.
Ningún mal, subjetivo
u objetivo, puede nublar el amor de Francisco a la vida y a la belleza de todo
cuanto existe. Por eso lucha por recuperar a los enfermos de sus enfermedades,
a los pobres de sus carencias, y aceptar la muerte como una experiencia natural
de nuestra hechura de criaturas al salir de un Dios bueno y Padre de todo
cuanto existe (cf. RegNB 9,2).
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