DOMINGO
DE RAMOS (B)
«Dios
mío, Dios mío, por qué me has abandonado»
Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo según San Marcos, 14,1-15
Meditación
1.- Jesús es el siervo y justo sufriente que, según las Escrituras, obedece
la voluntad de Dios acatando hasta el máximo de sus fuerzas el proyecto de
salvación (cf. Mc 14,36); se siente traicionado por sus discípulos y abandonado
por todos, incluso por Dios (cf. Mc 15,34); bebe el cáliz del dolor hasta
extremos inconcebibles a la dignidad humana (cf. Mc 15,36). Pero, a la vez,
Jesús muestra un señorío y una majestad que está más allá de los límites de la
naturaleza humana, porque es capaz de prever su pasión (cf. Mc 8,31) y
encuadrarla en el marco de la voluntad divina ordenada con precisión para él en
la historia (cf. Mc 14,7-8; 13-15). Se confiesa como Mesías, Hijo de Dios y
Señor (cf. Mc 14,61-62). En fin, él domina todos los acontecimientos que le
afectan y afronta la muerte con libertad (cf. Jn 8,42). Es el Rey (cf. Jn
18,37). Todo lo que le sucede está diseñado por Dios. Nada ocurre al azar, o
por libre voluntad humana. Con la muerte cumple la misión que le encomienda el
Padre y para la que ha venido a este mundo (cf. Jn 1,14), y vuelve a la gloria
que le pertenece (cf. Jn 12,12-6). Nuestra vida es así también: venimos del
Señor cuando nacemos, volvemos al Señor cuando morimos. Y es Jesús quien nos
ayuda a mantenernos fieles durante nuestra historia personal al sentido de vida
que nace del amor de Dios.
2.- «Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen» (Lc 23,34). Jesús ora por los que le han crucificado, es decir, los
soldados y verdugos que tiene en su rededor y ahora le vigilan para que se
cumpla la sentencia. Ora también al Padre por los que han sido responsables de
su muerte, Pilato (Lc 23,24), los sumos sacerdotes y escribas (23,13.21.23),
todos simbolizados en la ciudad santa de Jerusalén. Antes Jesús la acusa de que
«mata a los profetas y apedrea a los enviados» (Lc 13,34); y, por la violencia
que anida en sus habitantes, sentencia: «... si reconocieras hoy lo que conduce
a la paz. Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19,42). Todos ellos ignoran
a quién han llevado a la cruz, según afirman Pedro y Pablo en sus primeras
predicaciones (Hech 3,17; 13,27), ellos que también han tenido su pequeña
historia de traición y persecución al Hijo de Dios (Lc 22,54-62; Hech 26,9).
Jesús es coherente en esta súplica al Padre con lo que ha
enseñado en su ministerio. Ha revelado al Dios del perdón y de la
reconciliación (Lc 15), el Dios que toma una postura decidida de misericordia
por el pecador antes de contemplar su conversión, como en el caso del hijo
pródigo (Lc 15,20). Jesús ha transmitido la actitud de Dios practicando la
misericordia a lo largo de su vida pública, cuando perdona los pecados al
paralítico (Lc 5,20), o a la pecadora que le visita en casa del fariseo (Lc
7,47). Se ha expuesto más arriba no sólo la abolición de la ley de la venganza,
o la correspondencia al amor recibido u ofrecido entre amigos y familiares (Lc
6,32), sino también el exceso de amor que pide a los que le siguen:
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os
maldigan, rogad por los que os calumnien» (Lc 6,27-28). Actitud que permanece
en la comunidad cristiana en los mártires que, ante el suplicio, oran por sus
enemigos, como Esteban y Santiago, el hermano del Señor: «Señor, no les imputes
este pecado» (Hech 7,60); Santiago se dirige al Padre, como Jesús: «Yo te lo
pido, Señor, Dios Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Eusebio de Cesarea, HE, II 23 16,
110). Quizás sea lo que más nos cueste: ser hermanos de todos y hacer el bien
al que nos necesite, sea cual fuere su raza, su lengua, su relación con
nosotros.
3.- Las interpretaciones de la pasión y muerte, fundadas en la Escritura
(arresto de Jesús), reflexionadas al calor del culto (Última Cena), recordadas
con el fin de aleccionar a los discípulos de Jesús de todos los tiempos
(negaciones de Pedro), escritas con tintes apologéticos (la culpabilidad de los
judíos) y confesadas por la experiencia de la Resurrección, se abren paso en
las comunidades cristianas ante la evidencia histórica de su crucifixión.
Entonces podemos identificarnos con Jesús y recibir de él la adecuada respuesta
y experiencia cuando sentimos a Dios lejano, cuando no nos comprenden la familia
y los amigos, cuando percibimos que nuestra vida no ha resultado válida ni para
los demás ni para uno mismo; cuando creemos que todo y todos se nos vuelven en
contra. No olvidemos que fueron las instituciones religiosas y políticas las
que segaron la vida y doctrina de Jesús, y que el Señor no lo abandonó: estaba
sufriendo con él. El Señor, por la resurrección, nunca se separó de su Hijo, ni
de nosotros cuando no lo sentimos cercano y no sale en defensa de nuestra vida.
El Señor sufre con nosotros. Convenzámonos de ello.
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