V DOMINGO CUARESMA (B)
«Si el grano de trigo [ …] muere, da
mucho fruto»
Lectura
del santo Evangelio según San Juan 12,20-33.
En aquel tiempo, entre los que habían
venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe,
el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe
fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús
les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En
verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y
el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna.
El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi
servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará. Ahora mi alma está agitada, y
¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta
hora: Padre, glorifica tu nombre».
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y
volveré a glorificarlo». La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había
sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la
palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a
ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y
cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a
morir.
1.- La conducta del discípulo de Jesús con su forma de vida
itinerante y de cierto desarraigo social provoca numerosos conflictos.
Sabemos de las tensiones de Jesús originadas con los garantes de la
religiosidad por el cumplimiento del descanso sabático, o con su pueblo, o por
la actitud abierta y acogedora con los marginados, o por la negación radical de
las relaciones de poder y servidumbre dadas en las familias e instituciones sociales,
o de practicar la magia o decir blasfemias, o de desafección al templo, incluso
de su familia: «En aquel tiempo volvió
Jesús con sus discípulos a casa y se juntó tanta gente, que no los dejaban ni
comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían:
Está fuera de sí» (Mc 3,20-21). De todas estas
experiencias de Jesús participamos los cristianos, tanto cuando nos persigue y
nos mata el Estado Islámico, como los que vivimos en las sociedades
occidentales, donde el dinero, el disfrute de las cosas y el egoísmo es la
norma de vida, y, por consiguiente, no pueden comprender que «si el grano de
trigo no muere, no da fruto».
2.- Seguir a Jesús tiene valor en sí, pero el
seguimiento con la cruz concreta nuestra
forma de seguimiento. Es cuando el grano de trigo muere. «Quien quiera
seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame» (Mc 8,34). Negarnos
a nosotros mismos, morir a sí mismo, es prescindir de nuestro yo. Y prescindimos del yo para tomar la cruz. La cruz
hace referencia directa a la cruces personales que simboliza el
sufrimiento diario que entraña la convivencia familiar, social, y la aceptación
de nuestra propia persona en sus defectos y virtudes. Está en la línea que escribe
Lucas: «Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada
día y venga conmigo» (Lc 9,23). Cuando renunciamos a nosotros mismos, a
nuestro yo, significa demoler los cimientos sobre los que se alza nuestra vida
cuando busca sus propios intereses al margen o en contra de los demás. Cuando
prescindimos del yo egoísta tiene la
finalidad de que aflore nuestra debilidad, y sobre esta debilidad Dios coloca la
roca (Lc 6,47-49; Mt 7,24-27), que es la historia de Jesús, para construir la
vida nueva. Renunciar a uno mismo supone dejarnos invadir por el Dios de la
bondad para que la existencia respire dicha bondad. Bondad que se sacramentaliza en el servicio para el discípulo
3.-
En este sentido, nos dice Jesús: «Quien se empeñe en salvar la vida, la
perderá; quien la pierda por mí y por la buena noticia, la salvará. ¿Qué
aprovecha al hombre ganar el mundo entero a costa de su vida? Qué precio pagará
el hombre por su vida?» (Mc 8,35-37par). Jesús afirma que sobre la base de nuestra
vida, limitada y perecedera, empezamos a construir la vida auténtica, creada y
sostenida por Dios, que nadie nos puede destruir. Y la alcanzamos por medio del
seguimiento de Jesús, que nos lleva a la entrega de sí como signo
de amor, que es el norte al que debemos apuntar con nuestras actitudes y actos.
Se impone, pues, la convicción de que después del tiempo es posible una vida
interminable que no la aseguramos ni con nuestros esfuerzos humanos ni con sus
beneficios. Que nuestra vida perdure es cuestión del que puede hacerlo: Dios
(Sal 49,16), y no de los bienes. Y el único bien que reconoce Dios es el suyo,
es decir, el amor. Quien lo hace real es Jesús y el Reino; es la buena noticia
que anunciamos con nuestra vida.
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