La
Ascensión (B)
Lectura del santo Evangelio según
San Marcos 16,15-20.
En
aquel tiempo se apareció Jesús a los Once, y les dijo: -Id al mundo entero y
proclamad el Evangelio a toda la creación.
El
que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos signos:
echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en
sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a
los enfermos y quedarán sanos.
El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al
cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos
fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con
ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.
1.- El Señor. Jesús se presenta con la autoridad propia
del Hijo de Dios, que ha cumplido la misión que el Padre le ha encomendado, y manda a los
discípulos a proseguir la salvación que él ha iniciado en Galilea. La
manifestación triunfante de la subida a la gloria del Padre y su autoridad, la
ha alcanzado Jesús por medio de una vida sencilla y humilde que no duda en
entregarla por amor para salvar a sus hermanos. Jesús ha sido fiel y obediente
al Señor: ha rescatado del mal a todas las criaturas nacidas del corazón
amoroso del Padre. Nos lo recuerda San Pablo en un himno muy querido por San
Francisco: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el
ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de
esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre
por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la
muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le
concedió el Nombre-sobre-todo-nombre» (Flp 2,7-9).
2.- La comunidad. Jesús manda a los discípulos, es decir, a
todos nosotros constituidos en comunidad, a continuar la labor salvadora que él
ha realizado en su misión en Palestina. Y la raíz del mandato universal
proviene de su experiencia del Padre, que es un Señor de todos los pueblos, que
no sólo de Israel. Esto nos obliga a salir de sí: de nuestros parientes,
amigos, vecinos, a no tener acepción de personas según la raza, la lengua y la
nación. La Iglesia y nosotros, que la formamos, debemos centrarnos en las
esperanzas que anidan todas las culturas, para darles motivos para vivir y
vivir amando, y que el poder, junto a los intereses que lo avala, no sometan a
los pueblos y los esclavicen. Nosotros, como comunidad eclesial, tenemos el
sagrado deber de cumplir el mandato de Jesús de anunciar el Evangelio con una
dimensión crítica, denunciando todos los infiernos en los que se abrasan los
pueblos, y, a la vez, con una dimensión formativa, para que vivan la esperanza
de una salvación progresiva en nuestra historia y una salvación plena al final
de nuestros días.
3.- El creyente. Jesús asciende a la gloria del Padre. Pero
debemos ser conscientes que no vivimos solos; que no estamos solos en esta
vida; que no caminamos a la intemperie sujetos a los vaivenes de los que
pretenden manipularnos, gobernarnos y someternos a sus caprichos, poderes e
intenciones. Podemos estar tristes y abatidos; podemos experimentar la alegría
de vivir y el gozo interno de estar en paz; en uno y otro caso, siempre estamos
acompañados. Nunca vivimos solos. El sufrimiento para que nos duela menos; la
alegría para que sea más intensa y duradera. Jesús está en nuestro corazón; él
ha poseído nuestra alma, por eso «somos templos del Espíritu Santo» y con nuestra
vida damos culto a Dios. No; no estamos solos; Jesús nos acompaña siempre,
porque nos quiere más que nosotros a nosotros mismos. Lo único que pide es que
dejemos un hueco en nuestra vida. Que nuestro egoísmo no la ocupe toda. Algún
resquicio debemos dejar abierto para que pueda entrar y modificar nuestras
actitudes básicas y principios racionales: todos orientarlos hacia el bien.
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