Dios habla poco después de manifestar un
silencio escandaloso en la pasión y muerte de Jesús. Y habla recreando la vida
de Jesús. Los cristianos comprenden la resurrección como un acto de Dios, como
un acto del amor paterno divino. Con ello Dios revela la nueva dimensión a la
que está destinada la historia humana, porque la resurrección de Jesús se
confiesa como una primicia del destino global de la historia (Rom 8,22).
Además, Dios aprueba la vida de Jesús como el contenido último de su voluntad
salvífica para los hombres. Así invalida todas las anteriores relaciones y
revelaciones que ha mantenido con Israel que no coincidan con las líneas de
actuación y mensaje de Jesús.
Con unas doctrinas judías parcas sobre
la resurrección, los escritores neotestamentarios intentan transmitir la
experiencia de la resurrección que tienen los discípulos elegidos. No se
centran ni en el hecho de la resurrección ni en relatar la identidad
del Resucitado. Todo apunta a que la resurrección entra de lleno en la nueva
dimensión de la realidad que Dios tiene destinada y preparada para sus
criaturas y para la creación entera. Es una realidad ciertamente objetiva, pero
está más allá de la realidad creada. Por tanto la capacidad humana está
imposibilitada de identificarla y explicarla como cualquier acontecimiento
histórico. No nos extrañe que los primeros incrédulos de este acto de Dios sean
los primeros destinatarios del mensaje iluminador de la mañana del primer día
de la semana.
El acceso a la resurrección se ofrece
por medio de la experiencia creyente de los discípulos que los
transforma radicalmente. Se ha descrito en el análisis de las apariciones a
María Magdalena, a Pedro o a los Once y a Pablo. Las apariciones son encuentros
reales con el Resucitado, que se les presenta e impone en su nueva
dimensión divina, y que derivan en un recurso literario con el
que los creyentes legitiman a algunos discípulos para formar las comunidades.
Son, pues, actos fundacionales de la experiencia cristiana.
Los relatos de las apariciones están
ciertamente interpretados; sin embargo difunden el hecho de la
resurrección y del Resucitado como visto y oído. Él es capaz de mantener
conversaciones con sus discípulos (Lc 24,13-32; Jn 20,15-17), les interpreta la
Escritura (Lc 24, 25-27), pronuncia afirmaciones teológicas importantes como la
relación entre ver y creer (Jn 20,29) o la fundamentación de su autoridad (Mt
28,18; Jn 20,21), por la cual mantiene la oferta de la misericordia divina a
todos los hombres por medio del perdón de los pecados de los discípulos (Jn
20,23), instituye a Pedro como el primero entre los discípulos (Jn 21,15-17) y
a éstos como los que deben extender el mensaje cristiano a todo el mundo con la
señal del bautismo (Mt 28,19-20). En definitiva, la presencia del Resucitado
permanece en la historia (Mt 28,20), no obstante esté él en la gloria del
Padre.
Las apariciones fundan la misión, pero
no describen la vida e identidad del Resucitado. Lo que está en juego en estas
narraciones es el acto del poder amoroso de Dios sobre Jesús, del cual los
discípulos son testigos y, transformados por su encuentro con él,
reviven su vida y su mensaje desde la perspectiva resucitada. Con esto se abren
al mundo nuevo que Dios ofrece a la creación. De aquí nace el pueblo de la
nueva alianza, que será el ámbito natural donde se crea al Hijo de Dios, se
experimente su Señorío y se le ofrezca a los judíos y a los gentiles, es decir,
a la creación entera, que se convierte en el nuevo cuerpo del Resucitado
(Rom 7,4; 12,5.27; Col 1,18.24; etc.).
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