ESPÍRITU SANTO
VI
El
testimonio de Pablo
La actuación de la bondad y de la
gracia en la historia se realiza por la vida de Jesús (cf. Jn 1,14), y se
prolonga por la llamada a su seguimiento para compartir su vida, destino y
misión; seguimiento que después de la Resurrección se concreta con la fe en
Cristo según el Espíritu. La fe en la nueva presencia del Resucitado es posible
gracias a su Espíritu (cf. Hech 2,1-4), y Pablo enseña esta nueva relación con
Cristo en el Espíritu. Él no tiene la oportunidad del seguimiento histórico, de
ahí que su conducta sea una de las pautas que marquen la identidad de los
cristianos, continuando en la historia el principio de la acción salvadora que
Jesús lleva a cabo en Palestina: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a
Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de
entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su
Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).
Pablo es consciente de la pretensión
de Jesús sobre la iniciativa de Dios para reconducir la historia humana (cf.
1Tes 5,9-19; Rom 5,8.10.38). Por eso se cuida mucho de no utilizar sus ventajas
cristianas ante los judíos y paganos; al contrario, se gloría de su debilidad
para que prevalezca el vigor de la gracia de Dios y recuerda el aguijón que le
mantiene en su fragilidad humana (cf. 2Cor 11,31; 12,7-12). En efecto. Pablo
experimenta la llamada de Dios para seguir y anunciar a Cristo: «Pero, cuando
el que me apartó desde el vientre materno y me llamó por puro favor tuvo a bien
revelarme a su Hijo» (Gál 1,15-16). La elección divina está en la órbita de
otras, como la de Sansón (cf. Jue 16,17), del Siervo de Yahwé (cf. Is 49,1) o
de Jeremías (Jer 1,5). La llamada es una gracia de Dios con la que le revela a
su Hijo; y es una gracia con la que separa a Pablo de su vida y actividad
anterior y le confía la misión de predicar a Jesús a los gentiles. Esta gracia,
en definitiva, le transforma en un hombre «nuevo»; Dios le recrea por completo
para anunciar a su Hijo (cf. Gál 6,15; 2Cor 5,17). Dicha gracia se explicita en
el encuentro con el Resucitado, que evoca también la elección de los discípulos
por parte de Jesús, o las comidas de Jesús con publicanos y pecadores que les
rehacen la vida, como es el caso de Zaqueo (cf. Lc 19,1-9); es lo que significa
el «nuevo nacimiento» en la teología de Juan (cf. Jn 3,1-8; Rom 6,4). Él habla
repetidas veces de este encuentro con Jesús en el camino de Damasco (cf. Hech
9,3-21; 22,6-10; 26,14-18; 1 Cor 15,8; Ef 1,15-16; Flp 3,12), que entraña un
cambio radical en su vida: de perseguir a Cristo en los cristianos a ser
valedor de su vida y doctrina de salvación para todo el mundo (cf. Hech 8,1;
Gál 1,13). Y esto es gracias al Espíritu: «Así que, hermanos míos, no somos
deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne,
moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis»
(Rom 8,12).
Descubrir a Jesús implica asumir el
Evangelio como una forma nueva de vida fundada en el poder de Dios (cf. Rom
1,16), y, a la vez, el Evangelio es configurarse con la vida de Jesús como
experiencia personal y no como una actividad intelectual que aprende una
historia o sigue una creencia (cf. 1Cor 4,16; 1Tes 1,6). Pablo expresa su experiencia
de fe y su programa de vida en esta frase: «He quedado crucificado con Cristo,
y ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Y mientras vivo en carne mortal,
vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál
2,19-20). Pablo no vive según la forma judía (cf. Flp 3,5-6), o pagana, sino se
ha introducido en una nueva dimensión de la existencia determinada por la
presencia del amor de Cristo gracias al Espíritu; deja que Cristo actúe en él
para que destruya la capacidad de autosuficiencia que excluye a Dios en la
existencia. Y tal es su experiencia que el auténtico sujeto de su actividad es
Cristo: él es su ser, su obrar, su vivir mientras permanezca en la historia
humana (cf. Flp 1,21). La relación entre su vida y la vida de fe en Cristo,
hace que, sin dejar de ser él, pueda configurarse con Cristo, o transformarse
en Cristo, constituyéndose Cristo en el soporte de su existencia. Pablo aplica
esto a los cristianos en la carta a los Romanos: «... consideraos como muertos
al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (6,11; cf. 14,7-8; 1Cor 3,23; 2Cor
5,15). Es entonces cuando asume el dinamismo de la vida de Cristo crucificado y
resucitado gracias a la fuerza y al poder del Espíritu.
Dios, por medio de Jesús, hace que
descubra un mundo «nuevo», un hombre «nuevo», un sentido de la existencia
«nueva» (cf. Gál 6,15; Rom 6,4). La «novedad» estriba en que Dios se ha
decidido a hablar y actuar en beneficio de su criatura por medio de la vida de
Jesús. Dios rescata, salva, redime del mal, rompe los círculos infernales que
ha creado el hombre por su libertad y sus ansias de poder, y de los que no
puede salir. Según Juan, Dios se enfrenta al poder del hombre con un poder que
es exclusivamente su relación de amor, porque Él sólo es amor (cf. 1 Jn
4,8-16); y su amor en la historia humana es la vida de Jesús (cf. Jn 3,16). Ese
amor es lo testifica el Espíritu. La gracia constituye la relación de amor de
Dios a su criatura para Pablo. Así es el nuevo fundamento de la existencia que
se puede decir que todo es gracia en la vida (cf. Ef 2,4-10); gracia que se
identifica con Jesús, cuya historia se centra en su muerte y resurrección (cf.
Rom 6,1-11). Y une los dos términos: Dios para nosotros es la vida de Jesús,
que es su gracia, y la gracia se manifiesta en la muerte y resurrección de
Jesús.
Entonces podemos entender que Pablo
configure su vida según la de Cristo: él es su amor (cf. Rom 8,39), su
esperanza (cf. 1Tes 4,17), su libertad (cf. Gál 2,4; 5,13), su potencia (cf. Ef
6,10), su paz (cf. Flp 4,7), en definitiva, su vida (cf. Fil 1,21), capaz de
dominar o extirpar el dominio del pecado que le atenaza (cf. Rom 7,7-25),
desactivando su autosuficiencia (cf. Gál 2,16), ciertamente con dolor, con cruz
(cf. Gál 2,19; 6,14), pero con la fuerza suficiente para rehacer su libertad y
abrirse a la gracia que le capacita para la felicidad y plenitud humana (cf.
2Cor 4,14): El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Como nosotros no
sabemos pedir como conviene, el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos indescriptibles» (Rom 8,26). Pablo, judío fariseo (cf. Hech 21,39; Flp
3,6; etc.), sale del encuentro con Cristo como el publicano de la parábola
descrita: justificado, salvado, es decir, es consciente de su incapacidad para
salvarse a sí mismo, de la insolvencia de su creencia en la ley judía para
arrancarle del mal (cf. Gál 2,21; 5,11; Rom 2,27-23) y de la debilidad de la
sabiduría humana para encauzar la existencia con la dignidad que le compete
como hijo de Dios (cf. Rom 8,19-27; 1Cor 1,30; etc.). Pero Pablo no es un
pecador público, o una persona alejada de Dios; su cambio obedece al sentido de
la vida y de Dios que le proporciona Cristo, que no a un simple cambio moral o
ético.
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