Simón
Pedro en la Escritura y en la memoria
Marcus Bockmuehl
El autor
reconoce que la información histórica segura que tenemos sobre Pedro es más
bien escasa. Sin embargo, Pedro es un discípulo y apóstol fundamental en el
desarrollo y expansión del cristianismo después de la crucifixión de Jesús y la
experiencia de Pentecostés. Sin él es impensable que las diferentes corrientes
cristianas, esparcidas por el Imperio Romano, se mantuvieran unidas en lo
esencial, contando, además, con cuatro relatos evangélicos distintos sobre la
vida y doctrina de Jesús. Pablo, que actúa como vínculo de unión entre las
comunidades fundadas por él, a la manera de Pedro con todas las demás, es el
que le sitúa el primero en proclamar la resurrección de Jesús y forma una de
las columnas de la Iglesia. El autor, partiendo de la historia de los efectos
(Gadamer), o analizando los textos y acontecimientos a partir de la repercusión
que han tenido (23), se adentra en la figura de Pedro con una actitud de
memoria y recepción de los hechos
fundacionales de la fe.
El texto
analiza la presencia de Pedro en el N.T. Procede de Betsaida y vive después en
Cafarnaún; es trabajador por cuenta ajena, amigo de Jesús, que se hospeda en su
casa, vivienda que sirve como centro de la misión entorno al lago de Galilea.
Forma parte de los tres discípulos más cercanos a Jesús, con Santiago y Juan
(transfiguración, huerto de los Olivos). Es el centro de la misión apostólica
en la primera parte de los Hechos (en Jerusalén hasta el año 49 ca.). Pablo,
que se encuentra con él en Jerusalén, le reprocha que su misión entre los gentiles
es un simulacro al ceder a la presión de los judeocristianos (carta a los
Gálatas). También dice que es administrador de la gracia del Señor en Corinto
(1Cor 1,12; 4,1-2), va acompañado de su familia en la misión (1Cor 9,5) y su
papel fundamental en la fe en la resurrección (1Cor 15). Las dos cartas que
llevan su nombre le hacen testigo de la transfiguración y pasión y pastor de la
Iglesia, como se explicita en Jn 21,15ss.
La segunda
parte expone la memoria de Pedro en Oriente y Occidente. Tenemos a Ignacio de
Antioquía, Justino mártir y Serapión, todos del siglo II. Éste se hace testigo
de una tradición que proviene directamente de Pedro, como Justino defiende que
el Evangelio de Marcos son las memorias del Apóstol. Ignacio escribe que Pedro
es la clave y testigo de la vida y doctrina de Jesús. Por eso sigue siendo el
portavoz de los discípulos, como aparecen en los Evangelios: un discípulo pleno
de autoridad y con sus intervenciones se van resolviendo los problemas de las
iglesias y construyendo una tela de araña donde todas las comunidades estaban,
más o menos, vinculadas. Aunque Juan hace más hincapié en el «discípulo amado»,
da importancia a la posición de Pedro en el grupo de discípulos, sobre todo el
texto citado antes de Jn 21.
La tercera
parte estudia la memoria de Pedro que ofrece la arqueología y exégesis neotestamentaria
sobre su conversión o proceso de ser discipulado del Señor. Como afirma Pablo:
la conversión es una carrera en la que el cuerpo se ejercita para llegar a la
meta. Pedro ha recorrido un camino largo en el que ha experimentado una serie
de acontecimientos en los que se explicita una fe incipiente, pero que va
madurando paulatinamente; es tardo para comprender ciertos hechos y dichos de
Jesús, pero tal deficiencia no es una cuestión ni de principios ni intelectual,
sino existencial. Tiene un empleo duro, procede de una familia de fuerte
tradición judía, vive en un ámbito pagano, como Betsaida, aunque después se
traslada a Cafarnaún donde conoce a Jesús y se incorpora a su misión. Ejerce la
función esencial de coordinar y presidir el grupo de discípulos para cumplir la
misión de evangelizar a todas las gentes (Mt 16; Jn 21). Todo ello conduce a profundizar la primera investigación
procedente del mundo protestante, como fue la de Oscar Cullmann y desvirtuar
las posiciones tradicionales de dichas iglesias: «Cada vez es menos común presentar
al Pedro del N.T. como una nimiedad vacilante, un oponente al evangelio
verdadero (léase “paulino”) o la invención en buena medida mítica de
eclesiásticos autoritarios del “catolicismo primitivo”» (262). El autor cita a
Cipriano († 285) en su disputa con el papa Esteban: todos los obispos son la «roca»
sobre la que se asienta la Iglesia; hoy diríamos el Colegio Apostólico. Pero
ello no empece que, desde el principio, se afirme que Pedro tiene unos
sucesores continuadores de su ministerio. Al contrario de la solución de
Cullmann: Pedro es la «roca» colocada por Jesús de una forma personal e intransferible.
Los pasajes evangélicos (cf. Mt 16,17-19; Lc 22,31-32; Jn 21,15-17) «dan a
entender que la tarea de Pedro siguió tras la resurrección, la cual parece que,
de forma intrínseca, tenía una naturaleza permanente y no estaba vinculada a la
identidad de un apóstol. La labor de cuidar, pastorear y proteger el rebaño es
un ministerio que perdurará. Resulta falso suponer, como hacen muchos
protestantes, que la misión de Pedro “expiró con su muerte”» (263).
Bockmuehl,
perteneciente a la Iglesia anglicana, termina el texto de la siguiente manera:
«El carácter frágil, pero indispensable, de este ministerio de unidad, su
fortaleza en la debilidad y su testimonio de la gracia de un discipulado de
segundas oportunidades sigue siendo una parte esencial del legado permanente de
la memoria de Pedro entre todas las
iglesias cristianas» (264).
Ediciones
Sígueme, Salamanca 2014, 300 pp., 13,5 x
21 cm.
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