domingo, 6 de septiembre de 2015

Domingo XXIV (B): Y vosotros quién decís que soy yo.

DOMINGO XXIV (B)


            Lectura del santo Evangelio según San Marcos 8,27-35.

            En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino preguntó a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le contestaron: -Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas. Él les preguntó: -Y vosotros, ¿quién decís que soy? Pedro le contestó: -Tú eres el Mesías.
            Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos:
-El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días.
Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro: -¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!
            Después llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo: -El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará.

           
1.-  Jesús se solidariza con el dolor. No huye, no se esconde; antes al contrario, se enfrenta al dolor como ha sido costumbre en su pueblo; más aún, no lo sacraliza; porque sufrir, en sí mismo, es un mal, ya que rompe la armonía de la creación y degrada a los seres. Pero las cosas son como son, y no como deberían ser. Es decir, la historia la vive Jesús en sus condiciones reales, que no ideales. La diferencia de compartir el sufrimiento y el dolor de los hombres es que Jesús lleva la cruz y Dios experimenta el dolor por su amor, por su compasión, aunque son originados por la maldad humana. Y por otro lado, Jesús no se presenta ante los que sufren con el poder y paternalismo propios de los poderosos. Él participa y libra del dolor a partir de la reconciliación que el discípulo hace consigo mismo, y del descubrimiento del amor de Dios que está en el contenido de su fe.

           
2.-  La comunidad cristiana siempre ha enseñado lo que testimonió Jesús y sus discípulos más cercanos, como tantos miles de testigos que se han dado en la historia cristiana. El morir para que viva Dios contempla ofrecer la vida también físicamente. No es cuestión sólo de ser infiel a sí mismo, infidelidad a los intereses humanos, sino de morir como sacramento de un morir permanente que desarrolla el amor como servicio. Es la entrega total y por entero de la vida. Es el don de sí, pleno. Sucede lo mismo que con la destrucción del yo asentado en la soberbia. El sufrimiento que conlleva despojarse de esta actitud y situación  no es un deseo de Dios, ni siquiera un bien en sí. Sufrir por sufrir es un sin sentido, o, a lo más, una psicopatía. El sufrimiento que refiere el dicho evangélico es el que emana de la condición histórica del hombre. Lo mismo sucede con el morir físico. Quien es portavoz de una proclama, que mina y arruina los cimientos del poder que se ha forjado el hombre en su vida, está expuesto a que lo aparten y liquiden del entramado social donde se sustenta dicho poder. Y con ello debe contar el discípulo, como le pasa a Jesús, en las condiciones históricas en las que se desenvuelve la existencia.

           
3.- «Quien se empeñe en salvar la vida, la perderá…». Esto no significa que renunciemos a esta vida para irnos al desierto o a un lugar escondido, alejado de la cultura y sociedad. Perder la vida se basa, en primer lugar, en que la vida perdurable o la auténtica existencia se funda en la actitud personal por la cual se sustituyen los parámetros, en los que se encuadran las legítimas aspiraciones humanas, por la fidelidad a la palabra de Jesús y por seguirle en su destino histórico y experiencia religiosa. No se refiere Jesús a la contraposición clásica entre alma y espíritu, y cuerpo y materia; ni siquiera entre la vida eterna y la vida contingente y finita. Más bien el dicho afirma que sobre la base de la existencia humana, limitada y perecedera, se empieza a construir aquella vida auténtica, creada y sostenida por Dios, que nadie puede destruir. Y se alcanza por medio del seguimiento, que indica el servicio y la entrega de sí a los demás como signo de amor, que es el norte al que debe apuntar el hombre.





            

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