Francisco
de Asís y su mensaje
XXI
El camino de la filiación personal
La irrupción de
Dios en Cristo
La actuación de la
bondad y de la gracia en la historia se realiza por la vida de Jesús (cf. Jn
1,14), y se prolonga por la llamada a su seguimiento para compartir su vida, destino
y misión; seguimiento que después de la Resurrección se concreta con la fe en
Cristo. La fe en la nueva presencia del Resucitado es posible gracias a su
Espíritu (cf. Hech 2,1-4), y Pablo enseña esta nueva relación con Cristo en el
Espíritu. Él no tiene la oportunidad del seguimiento histórico, de ahí que su
conducta sea una de las pautas que marquen la identidad de los cristianos,
continuando en la historia el principio de la acción salvadora que Jesús lleva
a cabo en Palestina.
Pablo es consciente
de la pretensión de Jesús sobre la iniciativa de Dios para reconducir la
historia humana (cf. 1Tes 5,9-19; Rom 5,8.10.38). Por eso se cuida mucho de no
utilizar sus ventajas cristianas ante los judíos y paganos; al contrario, se
gloría de su debilidad para que prevalezca el vigor de la gracia de Dios y
recuerda el aguijón que le mantiene en su fragilidad humana (cf. 2Cor 11,31;
12,7-12). En efecto. Pablo experimenta la llamada de Dios para seguir y
anunciar a Cristo: «Pero, cuando el que me apartó desde el vientre materno y me
llamó por puro favor tuvo a bien revelarme a su Hijo» (Gál 1,15-16). La
elección divina está en la órbita de otras como la de Sansón (cf. Jue 16,17),
del Siervo de Yawé (cf. Is 49,1) o de Jeremías (Jer 1,5). La llamada es una
gracia de Dios con la que le revela a su Hijo; y es una gracia con la que
separa a Pablo de su vida y actividad anterior y le confía la misión de
predicar a Jesús a los gentiles. Esta gracia, en definitiva, le transforma en
un hombre «nuevo»; Dios le recrea por completo para anunciar a su Hijo (cf. Gál
6,15; 2Cor 5,17). Dicha gracia se explicita en el encuentro con el Resucitado,
que evoca también la elección de los discípulos por parte de Jesús, o a las
comidas de Jesús con publicanos y pecadores que les rehacen la vida, como es el
caso de Zaqueo (cf. Lc 19,1-9); es lo que significa el «nuevo nacimiento» en la
teología de Juan (cf. Jn 3,1-8; Rom 6,4). Él habla repetidas veces de este
encuentro con Jesús en el viaje a Damasco (cf. Hech 9,3-21; 22,6-10; 26,14-18;
1 Cor 15,8; Ef 1,15-16; Flp 3,12), que entraña un cambio radical en su vida: de
perseguir a Cristo en los cristianos a ser valedor de su vida y doctrina de
salvación para todo el mundo (cf. Hech 8,1; Gál 1,13).
Descubrir a Jesús
implica asumir el Evangelio como una forma nueva de vida fundada en el poder de
Dios (cf. Rom 1,16), y, a la vez, el Evangelio es configurarse con la vida de
Jesús como experiencia personal y no como una actividad intelectual que aprende
una historia o sigue una creencia (cf. 1Cor 4,16; 1Tes 1,6). Pablo expresa su
experiencia de fe y su programa de vida en esta frase: «He quedado crucificado
con Cristo, y ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Y mientras vivo en
carne mortal, vivo de fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí»
(Gál 2,19-20). Pablo no vive según la forma judía (cf. Flp 3,5-6) , o pagana,
sino se ha introducido en una nueva dimensión de la existencia determinada por
la presencia del amor de Cristo y de su acción salvadora; deja que Cristo actúe
en él para que destruya la capacidad de autosuficiencia que excluye a Dios en
la existencia. Y tal es su experiencia que el auténtico sujeto de su actividad
es Cristo: él es su ser, su obrar, su vivir mientras permanezca en la historia
humana (cf. Flp 1,21). La relación entre su vida y la vida de fe en Cristo,
hace que, sin dejar de ser él, pueda configurarse con, o transformarse en
Cristo, constituyéndose en el soporte de su existencia. Pablo lo aplica a los
cristianos en la carta a los Romanos: «... consideraos como muertos al pecado y
vivos para Dios en Cristo Jesús» (6,11; cf. 14,7-8; 1Cor 3,23; 2Cor 5,15). Es
entonces cuando asume el dinamismo de la vida de Cristo crucificado y
resucitado.
Dios, por medio de
Jesús, hace que descubra un mundo «nuevo», un hombre «nuevo», un sentido de la
existencia «nueva» (cf. Gál 6,15; Rom 6,4). La «novedad» estriba en que Dios se
ha decidido hablar y actuar en beneficio de su criatura por medio de la vida de
Jesús. Dios rescata, salva, redime del mal, rompe los círculos infernales que
ha creado el hombre por su libertad y sus ansias de poder, y de los que no
puede salir. Según Juan, Dios se enfrenta al poder del hombre con un poder que
es exclusivamente su relación de amor, porque Él sólo es amor (cf. 1 Jn
4,8-16); y su amor en la historia humana es la vida de Jesús (cf. Jn 3,16). La
gracia constituye la relación de amor de Dios a su criatura para Pablo. Tal es
así el nuevo fundamento de la existencia que se puede decir que todo es gracia
en la vida (cf. Ef 2,4-10); gracia que se identifica con Jesús, cuya historia
se centra en su muerte y resurrección (cf. Rom 6,1-11). Y une los dos términos:
Dios para nosotros es la vida de Jesús, que es su gracia, y la gracia se
manifiesta en la muerte y resurrección de Jesús.
Entonces podemos
entender que Pablo configure su vida según la de Cristo: él es su amor (cf. Rom
8,39), su esperanza (cf. 1Tes 4,17), su libertad (cf. Gál 2,4; 5,13), su
potencia (cf. Ef 6,10), su paz (cf. Flp 4,7), en definitiva, su vida (cf. Fil
1,21), capaz de dominar o extirpar el dominio del pecado que le atenaza (cf.
Rom 7,7-25), desactivando su autosuficiencia (cf. Gál 2,16), ciertamente con
dolor, con cruz (cf. Gál 2,19; 6,14), pero con la fuerza suficiente para
rehacer su libertad y abrirse a la gracia que le capacita para la felicidad y
plenitud humana (cf. 2Cor 4,14). Pablo, judío fariseo (cf. Hech 21,39; Flp 3,6;
etc.), sale del encuentro con Cristo como el publicano de la parábola descrita:
justificado, salvado, es decir, es consciente de su incapacidad para salvarse a
sí mismo, de la insolvencia de su creencia en la ley judía para arrancarle del
mal (cf. Gál 2,21; 5,11; Rom 2,27-23) y de la debilidad de la sabiduría humana
para encauzar la existencia con la dignidad que le compete como hijo de Dios
(cf. Rom 8,19-27; 1Cor 1,30; etc.). Pero Pablo no es un pecador público, o una
persona alejada de Dios; su cambio obedece al sentido de la vida y de Dios que
le proporciona Cristo, que no a un simple cambio moral o ético.
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