II
ADVIENTO (C)
Lectura del santo Evangelio según san
Lucas 3, 1-6
En el año quince del reinado del emperador Tiberio,
siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y
su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de
Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de
Dios sobre Juan, Hijo de Zacarías, en el desierto.
Y recorrió toda la
comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de
los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:
"Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad
sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que
lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la
salvación de Dios"
1.- Dios. Juan exige que apartemos de
nuestra vida todas las piedras que nos impiden andar. Debemos allanar el camino
a Jesús para que podamos encontrarnos con él y recibir la salvación del Señor.
La pretensión de Juan es que tomemos conciencia de nuestros pecados, podamos
descubrir a Dios y comprenderlo como una Persona amigable y misericordiosa. El
Profeta nos invita a todos a convertirnos; y por otra parte, que el cambio de
vida nos suponga un cambio de corazón, de toda nuestra interioridad y que la
expresemos en nuestra conducta. Juan nos dice que volvamos, retornemos al camino de Dios, que jamás debimos
abandonar.
2.- La Iglesia. Jesús
coincide con el Bautista en proclamar la situación de infidelidad en la que se
encuentra Israel, dirigido por unas autoridades religiosas que, en connivencia
con los poderes económicos y políticos, impiden una relación entre los
creyentes y el Señor, sobre todo según las tradiciones proféticas. Por fin,
Dios anuncia una intervención definitiva sobre el Pueblo, que ve acercarse su
fin. Ante tal estado de cosas, es necesaria una conversión urgente, un cambio
de rumbo en la vida, pues el Señor no está dispuesto a rehacer una y otra vez
su Alianza y conceder el perdón de una forma permanente e ilimitada. La
predicación de Juan y la práctica del bautismo como signo de conversión, son aceptadas
por Jesús en su conjunto. Y lo traslada a la comunidad cristiana después de la
Resurrección y Pentecostés. No solo nosotros, sino la Iglesia, en sus
estructuras, ministerios y experiencia comunitaria del Señor, necesita la
conversión permanente. También nuestras familias, como iglesias domésticas que
son.
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