Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según
San Lucas
1.-
Jesús es el siervo y justo sufriente que, según las Escrituras, obedece la
voluntad de Dios acatando hasta el máximo de sus fuerzas el proyecto de
salvación (cf. Mc 14,36); se siente traicionado por sus discípulos y abandonado
por todos, incluso por Dios (cf. Mc 15,34); bebe el cáliz del dolor hasta
extremos inconcebibles a la dignidad humana (cf. Mc 15,36). Pero, a la vez,
Jesús muestra un señorío y una majestad que está más allá de los límites de la
naturaleza humana, porque es capaz de prever su pasión (cf. Mc 8,31) y
encuadrarla en el marco de la voluntad divina ordenada con precisión para él en
la historia (cf. Mc 14,7-8; 13-15). Se confiesa como Mesías, Hijo de Dios y
Señor (cf. Mc 14,61-62). En fin, él domina todos los acontecimientos que le
afectan y afronta la muerte con libertad (cf. Jn 8,42). Es el Rey (cf. Jn
18,37). Todo lo que le sucede está diseñado por Dios. Nada ocurre al azar, o
por libre voluntad humana. Con la muerte cumple la misión que le encomienda el
Padre y para la que ha venido a este mundo (cf. Jn 1,14), y vuelve a la gloria
que le pertenece (cf. Jn 12,12-6). Nuestra vida es así también: venimos del
Señor cuando nacemos, volvemos al Señor cuando morimos. Y es Jesús quien nos
ayuda a mantenernos fieles durante nuestra historia personal al sentido de vida
que nace del amor de Dios.
2.- «Padre, perdónales, porque no saben lo que
hacen» (Lc 23,34). Jesús ora por los que le han crucificado, es decir, los
soldados y verdugos que tiene en su rededor y ahora le vigilan para que se
cumpla la sentencia. Ora también al Padre por los que han sido responsables de
su muerte: Pilato (Lc 23,24), los sumos sacerdotes y escribas (Lc 23,13.21.23),
todos simbolizados en la ciudad santa de Jerusalén. Antes, Jesús la acusa de
que «mata a los profetas y apedrea a los enviados» (Lc 13,34); y, por la
violencia que anida en sus habitantes, sentencia: «... si reconocieras hoy lo
que conduce a la paz. Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19,42). Todos
ellos ignoran a quién han llevado a la cruz, según afirman Pedro y Pablo
en sus primeras predicaciones (Hech 3,17; 13,27), ellos que también han tenido
su pequeña historia de traición y persecución al Hijo de Dios (Lc 22,54-62;
Hech 26,9).
3.- Jesús es coherente en esta súplica al Padre
con lo que ha enseñado en su ministerio. Ha revelado al Dios del perdón y de la
reconciliación (Lc 15), el Dios que toma una postura decidida de misericordia
por el pecador antes de contemplar su conversión, como en el caso del hijo
pródigo (Lc 15,20). Jesús ha transmitido la actitud de Dios practicando la
misericordia a lo largo de su vida pública, cuando perdona los pecados al
paralítico (Lc 5,20), o a la pecadora que le visita en casa del fariseo (Lc
7,47). Se ha expuesto más arriba no solo a la abolición de la ley de la
venganza, o a la correspondencia al amor recibido u ofrecido entre amigos y
familiares (Lc 6,32), sino también al exceso de amor que pide a los que
le siguen: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a
los que os maldigan, rogad por los que os calumnien» (Lc 6,27-28). Actitud que
permanece en la comunidad cristiana en los mártires que, ante el suplicio, oran
por sus enemigos, como Esteban y Santiago, el hermano del Señor: «Señor, no les
imputes este pecado» (Hech 7,60). Santiago se dirige al Padre, como Jesús: «Yo
te lo pido, Señor, Dios Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Eusebio de Cesarea, HE, II 23 16,
110). Quizás sea lo que más nos cueste: ser hermanos de todos y hacer el bien
al que nos necesite, sea cual fuere su raza, su lengua, su relación con
nosotros.
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