lunes, 12 de mayo de 2014

Doña Beatriz de Silva, de Tirso de Molina,

                        Doña Beatriz de Silva, de Tirso de Molina,
                  y la defensa de la Inmaculada Concepción 


                                              II

                                                                      Francisco Florit Durán
                                                                      Facultad de Letras
                                                                      Universidad de Murcia
   
Quedó dicho al final de la primera entrega de este artículo que en una próxima contribución me  ocuparía de otros ejemplos todavía más sustanciosos en lo que se refiere a la carga catequética de la pieza tirsiana Doña Beatriz de Silva.
La verdad es que conforme avanza la obra, ésta se hace más espectacular, más grandiosa, más sorprendente, en un claro propósito de dejar, como era costumbre, la apoteosis hagiográfica para el final. Ciertamente, la intención es la misma: producir admiración, mover el ánimo del público, excitar su devoción, pero el alarde escénico es mucho mayor y tiene que ver en no poca medida con lo que quedó dicho acerca de la influencia del arte religioso (retablos, pasos procesionales, pintura) en buena parte de las comedias de santos representadas en la España del siglo XVII.
Estamos en el acto tercero y último, que es donde Tirso acumula y concentra voluntariamente la carga didáctica y espectacular de la pieza, aunque es verdad que el acto segundo se cierra con la conversión de don Juan de Meneses, el hermano de Beatriz, que tras el bofetón que le da la reina Leonor, esposa del emperador Federico III, por galantear con ella, decide apartarse de la corte y no volver a poner sus afanes en asuntos mundanos, hasta el punto de profesar, con el nombre de fray Amador, en la Orden de San Francisco, y así se le presenta a su hermana en una «apariencia» del acto tercero: «Aparécese don Juan de ermitaño, dándole san Jerónimo la mano para que suba por unos riscos. Estén colgados de un árbol espada, daga, sombrero con plumas y otras galas. Toquen música».
Obsérvese, una vez más, cómo el empeño tirsiano por instruir a través de la vista hace que aparezcan colgados de un árbol los atributos mundanos del que en el siglo se hacía llamar don Juan de Meneses: «espada, daga, sombrero con plumas y otras galas», mientras que la música, elemento fundamental en las comedias de santos, acompaña el cuadro ideado por el mercedario.
Pero vayamos al momento de la obra en la que Tirso elabora una escena que viene a ser claramente una imitación de la disposición de las figuras en un retablo. Como se sabe la representación de una comedia barroca en un corral de comedias no se hacía sólo y fundamentalmente en el tablado, sino que se aprovechaban con mayor o menor frecuencia los nueve huecos (con sus cortinas) disponibles en la llamada fachada del teatro. En las comedias de santos suele, en consecuencia, utilizarse íntegramente el escenario con sus diferentes elementos (huecos, cortinas, etc.), de modo que se dispone de tres niveles que representarían el cielo (los huecos altos), la tierra (los huecos intermedios y el tablado) y el infierno o el purgatorio (el nivel inferior del foso, comunicado a través del escotillón practicado en el tablado).
Pues bien, la escena que me interesa comienza cuando se encuentra doña Beatriz sola en el tablado. De pronto, suena la música y una acotación señala que «en lo alto, en medio del tablado, San Antonio de Padua». El santo le vaticina a la dama portuguesa que será la fundadora «de una religión que vista/lo blanco de su pureza,/lo azul del cielo a que aspiras.» (vv. 2919-2921). A partir de ese momento San Antonio le irá enumerando a Beatriz una serie de personajes, todos ellos caracterizados por su acérrima defensa de la doctrina inmaculista, que paulatinamente aparecerán en los distintos huecos de la fachada del teatro y que permanecerán mudos, como si de tallas se tratara, hasta componer un retablo en el que se distribuyen con buscada simetría Papas, ciudades y reyes. Todo ello para mayor gloria de la Inmaculada Concepción:

Música, y en una silla carmesí, sentado a una parte, Sixto cuarto, Papa.
Al otro lado frontero de Sixto, se descubrirá a Paulo quinto del mismo modo. Música.

Más abajo, a los dos lados, Toledo y Sevilla con sus armas. Música.

Al lado derecho, más abajo, el rey don Jaime, armado, con capa de la Merced y una tarjeta de sus armas.

Al lado izquierdo, el rey don Juan armado, con otra tarjeta de las mismas armas.

En lo alto de todo, entre unas peñas estará don Juan de Meneses de fraile franciscano, con una pluma en la mano, contemplando arriba en una imagen de la Concepción, y un libro abierto y blanco en la otra, en que parece que escribe, y una águila que con el pico le tiene el tintero.

Música y desaparece todo.


            Así pues, Tirso, profundo conocedor de las reacciones de los espectadores de los corrales de comedias, elabora este retablo teatral hacia el final de la obra. No es difícil imaginarse el efecto que en el público produciría el calculado descubrimiento al compás de la música de los diferentes personajes. Se trata de una escena muy bien pensada, de precisa relojería dramática, mientras que las palabras, cargadas de doctrina, de San Antonio de Padua se van desgranando por el teatro. Lo que Tirso había predicado en la isla de Santo Domingo, lo que íntimamente vivía en el hondón de su alma se proyecta ahora sobre un escenario. Ingenio, palabras, música, imágenes, gestos, movimientos los pone el mercedario al servicio de la causa inmaculista y de una de sus más fervientes defensoras, Santa Beatriz de Silva, la fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción.





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