LAS GANAS DE QUEJARSE
Francisco HENARES
No sé si os habrá
pasado esto, pero es digno de que hablemos ahora de lo mucho que nos quejamos
los españoles. Y me cuento yo entre los primeros. Me quejo siempre de los políticos, es verdad, pero me ha venido
bien leerme una larga entrevista que un periodista le hizo hace meses a Julián
Baggini. Es éste un filósofo inglés, aunque el apellido parezca italiano. Tiene
44 años y ha publicado ahora un libro titulado La queja (editorial Paidós). Cuento una anécdota que viene ahí al
pelo. Están un español y un inglés en un restaurante. Les sirven dos sopas, y en
cada plato hay una mosca flotando. El español, ni corto ni perezoso alza la voz
y dice excitado: ¡Camarero, hay una mosca
en mi sopa! El inglés llama en privado al camarero y le dice a la oreja: Lo siento, pero hay una mosca en mi plato.
Y la señala con el dedo índice. Por eso, Baggini (o su editor) ha querido que
en la portada del libro se vea una mosca. El autor reflexiona, o mejor, explora cómo influye en
nuestro alrededor y en toda la sociedad la costumbre de quejarse, y cómo ese repetirse
mucho, se convierte en una patología. Tenemos cerca todos nosotros a personas o
familiares que siempre andan quejándose por la vida. Un run-run-run cansino,
que nos pone de los nervios a los demás. Supongo que nosotros también ponemos
de los nervios a alguien en la vida, seamos sinceros. Supongo, además, que no nos
quejamos más que un inglés o un nórdico. En todo caso, es cierto que nos
quejamos los españoles más amargamente, o lo decimos más a los cuatro vientos,
y hasta gritando. Y esa ventolera contagia el pesimismo alrededor. También es
cierto que ahora estamos viviendo una crisis y unos escándalos que aumentan
nuestros cabreos.
La queja, por tanto, no se puede separar de la historia que
se vive. Lo grave no es quejarse. Lo grave es no poner soluciones a la queja.
Quejarse quizás vaya con la naturaleza del ser humano, porque de ese modo nos
vemos en el trance de superarnos. Si el chiquillo se quejara del tropezón y de
que se ha caído, no aprendería a levantarse, y a andar cada vez mejor.
Dice
Baggini que si Luther King, o Nelson Mandela no se hubieran quejado, estarían
los negros todavía sin voz ni voto. Lo expresaba bien el pastor norteamericano:
Arriba no nos oyen si desde abajo no
gritamos. La dialéctica, por tanto, consiste en admitir quejarse, pero
ponerse manos a la obra para remediarlo. Cuando yo era adolescente leía las
obras de un obispo húngaro llamado Thiamer Thot. Yo recuerdo que contaba esta
anécdota: que había un perro que había caído en una cerca de espinos, y no
hacía más que quejarse y ladrar, pero no
hacía nada por saltar de ahí y salvarse de los pinchos. Con razón expresaba el
mentado Luther King en sus luchas en Alabama: Liberaos de vuestro descontento. Sin
embargo, vemos con frecuencia que la gente se une como un puño para quejase y
manifestarse por la calle, pero apenas se pone de acuerdo con otros para buscar
soluciones. La gente se une contra lo que cree que es el mal, pero se desune para
hacer el bien. Y la verdad es que se cazan más moscas con una gota de miel que
con un barril de vinagre. Siento decirlo, pero los políticos (que son quienes más salen en la TV) son un
mal ejemplo de todo esto. La oposición cree que cumple con quejarse, y da igual
de qué Partido provengas. Eres oposición, y punto. Muy raro es que los pillemos de acuerdo. Y entonces, hasta no nos fiamos,
porque a lo mejor se ponen de acuerdo para subirse el sueldo.
Cuando esa
oposición gane las elecciones, y cambie la tortilla, le harán lo propio a ella.
Y esta es la noria que marea: dar vueltas y más vueltas. Pero la noria se
inventó no para dar vueltas, sino para sacar agua. Hay que canalizar y
canalizarnos. De lo contrario, nos moriremos quejándonos. Un solidario no se
queja por costumbre, por eso contamina poco. De lo contrario, la higiene mental
se resiente y te bajan las defensas, como si viniera con la brisa un virus. Urge,
más bien echar manos a la obra. Todo menos cruzarse de brazos. Los brazos son
para bracear y no ahogarse.